jueves, 26 de agosto de 2010

Transferencia


Escrito por nuestra compañera Pepa Cejas (agosto, 2010):

Enterré a mi hijo a la orilla de un canal en un país frío. Clavé apenas una cruz de madera, donde mi hermano había grabado con sencilla caligrafía el nombre y la fecha: Anton Eckeström. (8 de noviembre, 1991 - 22 de junio, 2007).

Ese día se oscureció mi modo de mirar. O quizá, sin planearlo, fui yo quien bajó la persiana y corrió las cortinas al mundo.
Sólo había dolor, como un aire que se cuela entre las superficies, se acopla y, a su paso, las desgasta. Había un chocar de las palabras mías que se negaban a hilarse en frases, a concederme una mínima lógica productiva. Había desorden, un terrible desorden en el modo de sentir o comportarme; de enlazarme a quienes me miraban con honda preocupación y me tendían sinceras manos de consuelo.

Viajé. Sin mapas. No encontré obstáculo en la editorial que, amablemente, me esperaría sin límites. El dinero del seguro cubríría con creces aquella necesidad extravagante. Perderme ahondaba aún más mi tristeza pero, a la vez, me otorgaba una cierta sensación de coherencia.
Pasaron meses.

Fue en la playa, al sur de una península con perfil caprichoso, donde el dolor se replegó, se avino a enroscarse; donde todas mis sombras sin contorno encontraron un hogar, una suerte de forma concreta que las recogía.

Caminaba. Como solía: la mirada al frente, las manos a la espalda, el pelo revuelto. Pisé la piedra y retiré el pie dolorido con brusquedad. No había sangre pues las formas eran romas, pero sentí una intensa punzada. Me agaché y la tomé en la mano. Tan vacía, tan muda, tan amarga aquella piedra penetrada de agujeros. Ahí estaba, fuera de mí, hirviéndome en la palma, imagen de mi propio corazón desubicado.

Cerré el puño. Cerré los ojos. La aproximé al pecho. Y la tristeza -noté- mansamente fluyó hacia aquella piedra blanca que, ante mi asombro, no aumentaba de tamaño ni cambiaba de color. Piedra viva, sin embargo, digiriendo mi dolor, amalgamando aquel derrame y habitándose con mi desorden.
Sé que vomité sobre la arena; varias veces; que necesité prolongar mi paseo antes de volver al hotel y que esa noche ya no recordé mis sueños.

Conmigo la llevo siempre. Aparece en un bolsillo, en mi cartera… A veces, en invierno, dentro de un guante… Me hace buena compañía. La que es presencia sin estorbo. Y no la aparto, que en ella pesan mis recuerdos, mi lastre y mi hondura. Aunque vivamos como pareja que ya no comparte la cama: amablemente las dos, cada una en su territorio.

1 comentario:

  1. Que fuerza! Tenia el corazon mio en un pu~no. No se si se ha perdido un hijo, un hecho tan duro e inimaginable para mi, pero he sentido parte de su dolor y perdida en este escrito.

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