lunes, 2 de agosto de 2010

EL GRITO

Se acercó como el lento oleaje de mar de fondo, peinando a su paso las espigas casi maduras del campo de trigo y marcando surcos en la yerba del prado donde las vacas habían dejado de pastar y oteaban inquietas. A medida que se aproximó a la colina sobre la que estaba el pintor, se tornó en un susurro cada vez más definido, más humano. Ahora ya era una queja, un incesante lamento que subía de volumen, tan intenso que podían diferenciarse palabras de desconsuelo. Y convertido en el ronco estallido de una voz enloquecida, pasó por el lado del pintor quien se dio media vuelta como si hubiese sentido la presencia de una persona o de un animal huidizo, pero solo pudo ver cómo se doblaron fugazmente los arbustos que tenía a sus espaldas. Instantes después crujió la maleza que crecía delante de los primeros árboles del bosque, y justo donde abetos y pinos cerraban sus filas desordenadas, hubo una sacudida, un rebote violento entre las ramas que se agitaron ante el grito rechazándolo. En su retirada, rodeó de nuevo al pintor, bajó por la pradera rompiendo la tranquilidad de los animales y se alejó planeando encima de las eras en un suspiro que mermaba y se debilitaba para acabar en el zumbido persistente que desde la tragedia se escuchaba día y noche en el valle.

Heriberto dormitaba arropado por el calor de la tarde veraniega; su delgado cuerpecillo apenas ocupaba el último peldaño de la escalera al desván, su refugio ante las bromas pesadas de los tres primos mayores, los encargos del abuelo y los vasos de leche que la abuela estaba empeñada en hacerle beber. El chico apoyaba la frente contra un ventanuco ovalado cuyos cristales –ciegos de inclusiones y goterones– enturbiaban y deformaban todo lo que se divisaba: el bosque donde los primos –según ellos– cazaban osos y lobos aunque aparecieran siempre con las cestas llenas de setas, el pasto verde de las vacas blanquinegras, y el sendero que se separaba de la carretera para entrar al corral. Desvelado ya, el niño escuchó ruidos bruscos, gritos estridentes: hoy seguramente había cacería. Sonó el ladrido grave de un perro de gran tamaño como el del carnicero, se oyeron las voces de los muchachos, pero por más que el chico arrimara la cara al polvoriento cristal, no veía sino el manchón oscuro del bosque de abetos, la pradera verde y el camino que llevaba a la granja. De nuevo ladró un perro, alguien gritó, el animal aulló y el chaval creyó escuchar el vozarrón del abuelo. Más golpes, gruñidos, chillidos… luego un silencio espeso y sólido que pesaba mucho más que la algarabía anterior. Heriberto bajó al zaguán y abrió la puerta.

Sacando el morro del pecho de su última víctima, el perro rabioso se percató de un movimiento en la puerta de la casa, donde se asomaba el niño, un pálido chaval de ocho años. Gruñendo y aullando, cubierto de sangre y espuma, y sacados los temibles colmillos, el pastor alemán se le acercó con movimientos erráticos, torpes. El chico –que llevaba unos minutos observando la escena sin comprender lo que estaba pasando– iba a cerrar la puerta y a esconderse en lo más hondo de la casa, cuando vio a la abuela con un hacha salir del cobertizo de leña detrás del perro. El animal se paró en seco y empezó a darse la vuelta. Instintivamente el niño dio un paso adelante que fue suficiente para que el perro se lanzara hacia él. Justo en medio del salto, la abuela lo alcanzó, le partió la cabeza de un solo golpe y gritando enloquecida machacó a hachazos los restos de la bestia que había matado a su dueño, al abuelo que vino en su ayuda y a los tres nietos mayores de la pareja que sin armas se le habían enfrentado. En el corral solo quedaban con vida el nietecillo de la ciudad y ella misma que sin dejar de gritar se arrastró de un cuerpo inmóvil a otro, impotente y desesperada porque solo pudo tocar muerte con sus manos y solo sentir sangre bajo sus pies.

Dos veces, y hasta tres aguantó el pintor la embestida del grito mientras trabajaba en trance sobre el papel, eligiendo tonos y fijando trazos. Las líneas retorcidas y violentas de su dibujo, las formas, los colores, nada mantenía relación alguna con la realidad, todo era extremo y excesivo y rompía con las reglas de estética y armonía. Poco a poco surgió un apunte en el que el artista insistió hasta que no pudo más. Le temblaban las manos y la cabeza le estallaba cuando recogió sus bártulos y se volvió casi corriendo sobre sus pasos alejándose con alivio visceral del valle del grito, de esa queja sin medida ni límite. Cuando llegó a la carretera donde le esperaban el chófer y los amigos con el coche arreglado, les obligó a salir de inmediato. No consintió ninguna parada en el camino hasta la próxima ciudad, y ni sereno ni borracho habló de lo ocurrido hasta que años después pintara en Paris su cuadro más famoso.

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