sábado, 10 de julio de 2010

El Hacedor

Tardó en decidirse qué libro escoger. Daba vueltas recreándose en el eco de sus pisadas. Finalmente arrastró la escalera hasta lo alto de un estante en el que destacaba un ejemplar de tapas rojas. Se llamaba “El hacedor”, de Jorge Luis Borges. La primera frase decía Los rumores de la plaza quedan atrás y entro en la Biblioteca. Quiso entonces conocer desde el principio el sentido de cada frase. Por eso buscó una definición detallada de la palabra biblioteca. El significado que reflejaba el diccionario le llevó a la de libro, y ahí paró en la acepción libro de caballerías, que rápidamente le hizo leer “Amadís de Gaula” y “El caballero Zífar”, donde aparecían algunas palabras cuya etimología quiso averiguar leyendo a Marco Aurelio, que luego comparó con las meditaciones de Odiseo y de toda la literatura griega. Así le fue más fácil avanzar hasta el Barroco, pasando por el Renacimiento, conociendo la letra de los autores del siglo de oro español. Y no fue hasta el Costumbrismo cuando necesitó encontrar la paz de los textos sagrados, la Biblia, el Corán o los manuscritos del Mar Muerto. Al fin estaba preparado para volver de nuevo a Borges. Muchos años habían pasado, y tuvo que valerse de las gafas para distinguir apenas dos líneas más adelante la siguiente mención a Milton: A izquierda y a derecha, absortos en su lúcido sueño, se perfilan los rostros momentáneos de los lectores, a la luz de las lámparas estudiosas, como en la hipálage de Milton. Bajó de la escalera en descenso inestable y al rato ya tenía en sus manos “El paraíso perdido” y en la mesa esperaban Dante, el Mahabhárata, “Orlando furioso”,… Y se hubiera convertido en el lector perfecto, si no llega a ser porque nunca llegó a acabar “El hacedor”.

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