martes, 7 de septiembre de 2010

EL CAMBIO




La luz siempre tenía la misma intensidad. El olor a tierra quemada empapaba los pelillos intangibles que se ocultaban en mis fosas nasales, y fue precisamente ese terroso aroma el que me indicó que esta vez no me había equivocado.

Apreté mis manos intentando no producir ningún sonido, llevaba más de tres días sin moverme, sin respirar. Oculto en un rincón agradecí que la oscuridad fuera constante la mitad del año en ese congelado lugar. Mi sombra se camuflaba con el entorno y sólo el resplandor de una vela dibujaba la aureola que enmarcaba la cuna. Era demasiado grande para un bebé y tenía un color azul indescifrable en esa semipenumbra, yo lo sabía porque la construí, era celeste.

Hacía dos semanas que no me atrevía a mirarla, exactamente el tiempo que hacía que había nacido. Desde allí todavía se veían algunas gotas oscuras en el empedrado suelo y en el lateral de la cuna, era sangre. El pitido de su respiración no había sido roto por el espasmo de su llanto, todavía no había comido y sabía que no iba a querer nada de lo que yo pudiera ofrecerle, mató a su madre en el parto.

Ella era como yo. Lo supe en el mismo instante en que la comadrona me la enseñó, en el mismo instante en que su delgado cuerpo se apretujó entre mis dedos con la incipiente pelusa rubia coronando su linda cabeza y sus rojizos ojos brillaron en los míos, sus ojos…

Reconozco que tuve miedo, estuve tentado en dejarla caer, que muriera, pero era mi hija, sangre de mi sangre, no podía abandonarme al terror aunque tampoco quería acercarme y no podía pedirle a nadie que lo hiciera, correría demasiado peligro, ella era mucho más fuerte que yo.

Por eso esperé, tan asustado que el propio pánico me pegaba a la pared estrujándome hasta hacerme parecer invisible, esperé los cambios, atento, petrificado por lo conocido, calcinado de comprensión. El picor que olfateó mi piel anunció que en apenas unos minutos pasaría lo que tanto había temido, después de varias décadas, cuando ya creía que toda posibilidad se había extinguido y que seguiría solo, ocurrió.

El estremecedor crujido de los huesos al partirse retumbó en la habitación, quise impedirle el dolor pero sabía que era imposible, note en mi propia piel la quemazón de su agonía y no hizo falta que me acercara para ver como su electrizante rabo sobresalía de la cuna dibujando una curva en el aire. Y escuché en lugar del dulce llanto de una bebé el aullido gélido de una lobezna.

Esa noche fue su primera luna llena.

2 comentarios:

  1. Me gusta la idea de la lobezna. La imagen de la transformación y la frase final.
    Me confunde el contexto:no acabo de ver dónde se desarrolla la acción. Hay paredes -parece una casa- y se habla de una comadrona -un mundo civilizado. Pero el suelo es de piedra y la luz es la de una vela ¿estamos en otro siglo?. Se habla de un lugar muy frío que permanece a oscuras la mitad del año... Ya lo contarás en el taller.
    Ah, otra cosa que me despista: ¿por qué huele a tierra quemada?

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