martes, 14 de septiembre de 2010

El Lapicero (binomio fantástico: caja y beso)

Escrito por nuestra compañera Pepa Cejas (septiembre, 2010):

Una calle de adoquines. Son las seis de la tarde en una ciudad pequeña. Dolores vuelve con su nieta del colegio. La niña va feliz. Hoy no repara en que su abuela, como siempre, apretándole tanto la mano mientras caminan, le clava la A del sellito de oro. Ni le pesa que la lleve a ese ritmo de carrera hacia la casa, sin pararse en las vitrinas golosas. O que esté otra vez callada y mire sólo al frente, seria, pensando no se sabe en qué cosas, mientras mueve sus labios finos, casi azules, como rezando.

Es 25 de mayo de 1968. Hoy ha entendido qué significan esos números. Se llama fecha. La maestra la escribe al empezar la clase en la parte más alta del encerado. El tiempo –qué alegría le ha dado descubrirlo- ¡puede contarse! Igual que las galletas. O las cabezas de los niños vecinos, burlones, asomados al ojo de patio mientras la abuela la baña en un balde de zinc... (Aurora ,que se te ve el culo, Aurora…). O los ruidos de los muelles, en medio de la noche, cuando una de las dos cambia de postura en la cama muy estrecha que comparten.

Pero no es este misterio de los meses y los años lo que dibuja esta sonrisa entre sus trenzas, sino el tesoro que trae oculto en la maletita escolar: una caja alargada de madera con una tapa que corre. Dentro, un puñado de lápices con la punta recién sacada. Y aún en otro piso inferior que se gira, van más lápices de colores, una goma de nata, un sacapuntas y una regla muy parecida a las barritas de pasta sara.

La rutina no se altera: En el mínimo salón de la portería hay una mesa redonda. Se sienta en el taburete y en seguida ya hay un vaso de Cola-Cao muy caliente que tendrá que tomarse de inmediato, a cucharaditas, soplándoles a todas por no quemarse la lengua. La abuela abre la cartera y saca el lapicero. Da un grito y Aurora, sin querer, del sobresalto, derrama la leche que en ese momento se llevaba a la boca.
....-¿De dónde ha salido esto, ladrona?, ¿De dónde, di…?

La ha agarrado del brazo y la zarandea. La niña no entiende por qué se enfada pero se ha acostumbrado a estas reacciones y no se asusta. Es una parte más de la merienda. Otra veces son las manchas del babero. O un churrete. O haberse olvidado la bufanda en la clase… Un zarandeo es mejor que los pellizcos, no hay duda.
....-Es de Claudia. Se lo dieron en su cumpleaños. Ella tiene otro más grande y no le importa que lo coja. Seguro.
....-¡Ladrona!, ¡ladrona! … ¡Ay, cuando se lo diga a tu madre…!

La abuela siempre dice lo mismo: Cuando se lo diga tu madre… Porque el padre ya no viene nunca. Pero luego la madre llega los domingos y, aunque se entere de las muchas cosas malas que ha hecho cada día, la coge igual en brazos y le da besos y besos y tantos besos… y la niña cree que se le cierran los oídos a las dos cuando están juntas, antes de salir al parque. Por eso no le preocupa la amenaza.

Esa noche tiene un castigo. Deberá dormir con la cabeza en los pies de la cama, al contrario. Por el robo. Pero es mejor porque así oye algo más lejos los ronquidos y puede pensar tranquilamente. Mañana tendrá que devolver el lapicero, qué lástima; despedirse de esa caja llena de colores, de su mecanismo suave con puertas y pasadizos, del ruido que hacen los lápices dentro, al moverse, cuando van en la cartera...

El 26 de mayo de 1968, la niña deja el lapicero sobre el pupitre de Claudia, como ha prometido. Y lo mira intensamente, a modo de despedida. La compañera le da las gracias. La señorita se acerca a las dos niñas y usa palabras amables. No dice ladrona en ningún momento. Sí explica que pedir permiso es mejor. Aurora asiente, los ojos aún clavados en la caja de madera.

Al final de la tarde, la señorita la llama, apartándola de la fila: la hace cerrar los ojos y le pone en las manos una cajita de lápices Alpino. Doce. Todos para ella. Sólo le pide una cosa: que le traiga un dibujo al día siguiente. Y que escriba su nombre en él: ha aprendido a hacerlo hace muy poco y aún le cuesta enderezar los trazos de la ere.

Después de la merienda del África tropical, en la hoja a cuadritos de un cuaderno, la niña se esmera pintando. Son besos, un arco iris de besos, tal como los que su madre volverá a regalarle en muy pocos días. Ojalá –se le ocurre- tuviera otra caja para guardarlos. Y en su lógica infantil aparece la palabra besero para un artefacto que aún no existe y alguien tendrá que inventar algún día.

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